jueves, 31 de julio de 2014

La tiendita de la esquina

No tengo tiendas de la esquina donde vivo, alguna papelería o panadería astuta les ha quitado el lugar; pero tal es el sonido pegajoso de decir "la tienda de la esquina", que aunque estén en la mitad de una larga cuadra, escondidas y apretujadas entre dos enormes casas familiares, siguen siendo las tiendas de la esquina.

Hay dos, de esas en las que se encuentra desde el pan tajado, que uno corre a comprar a primer hora un sábado cuando el Carulla (que no está en una esquina) parece encontrarse a miles de kilómetros de distancia en una travesía cruzando la calle 53, un paquete de cheetos y cerveza para las tardes de partido de fútbol.
También son los lugares favoritos de los hombres de la cuadra, quienes desplazados por el capricho de sus mujeres e hijas recurren a la tiendita de la esquina y la convierten en su templo sagrado de los deportes todos los fines de semana.

Para mi están ahí, en rara ocasión he entrado, marcan la cercanía a la casa. Tras una larga caminata, que acostumbro, desde la estación de Gobernación sobre la calle 26 hasta las 44C, la tiendita de la esquina con su cartel de pony malta que muy orgulloso clama tener empanadas y "Pony" por mil pesos, significan el final de camino.


Viene a mi mente el pasado día sábado 26 de julio, a menos de dos días de regresar a la universidad a continuar estudiando, pasar jornadas a veces hasta de 12 horas, (dependiendo del buen chance que se haya tenido a la hora de inscribir el horario) en la universidad, entre el ruido de la carrera séptima y el susurrar de uno de los templos del saber más grandes y antiguos de Colombia.

Muy a las ocho de la noche, ese sábado en compañía de mi madre y de una prima, que apenas llevaba una semana en Bogotá, tras pasar otra más en Bucaramanga y antes de eso una larga temporada en el extrangero, salimos a la carrera 50 con la intención de tomar un taxi hasta la Gran Estación. Nos ubicamos en la esquina, la misma en donde debería haber estado la tiendita. Justo junto a nosotras, la tienda en toda su actividad de un sábado en la noche, estaba taqueada al punto que quienes allí acudían apelaron a la ley del autoservicio, ingresaron al local y apenas unos instantes después salieron con una gaseosa o una cerveza, vociferando al tendero que lo anotara a su cuenta. Se destacaban los grupos de amigos en el plan barato de tomar una pola, no muy lejos de casa y de pasar un buen rato conversando libres del pesado ambiente que supondría la misma actividad realizada en un bar.

También había música, por supuesto. Amena pero no tranquila y acorde con el ánimo, aunque a mis acompañantes, poco afines a los espectáculos de ese tipo no les hizo mucha gracia, probablemente por la falta de costumbre de una al haber estado tanto tiempo fuera del país, donde las únicas tiendas de la esquina son las elegantes panaderías francesas y a la otra por su cotidianidad entre oficinas, juntas y conversaciones con partners corporativos. Mientras la hora pico transcurría y ni un solo taxi paraba, también porque había olvidado sacar los lentes y no conseguía ver mucho más allá de mi propia nariz, esperé mientras miraba un tanto embelesada, la actividad del local junto a mi.
Varios de los clientes habían resuelto sacar las sillas del establecimiento para sentarse a echar lavadero y contar los chismes de la semana, mientras sus miradas se perdían en las fachadas uniformes de los edificios de Rafael Núñez.

En mis cinco minutos de observación, que bien podrían haber sido muchos más en mi percepción, me di cuenta de las omisiones que había hecho sobre el significado de fondo que podía tener el establecimiento junto a mi. Muchas veces había encontrado el entramado local vacío y poco provechoso. Pero estaba muy lejos de ser solo un marcador en el camino.
Para su propietario, fuera Don Julio o Don Pacho, o incluso una Doña de las orgullosas del barrio, un negocio para su sustento y para quienes lo frecuentaban u ocasionalmente acudían allí, un lugar de encuentro y de esparcimiento.
Para quien iba presuroso a buscar el pan tajado para el desayuno del sábado, la salvación y proveedor del perfecto acompañante de una taza de chocolate caliente.
Y el pasado mes, desde el 12 de junio, durante la copa del mundo probablemente habría sido el lugar más concurrido de todo el barrio, testigo de las lágrimas de alegría y de tristeza de muchos colombianos; de los madrazos, los manotazos y las tironeadas de cabellos inspiradas por la frustración; también testigo paciente y entero del incesante pitido de las vuvuzelas.

Ese lugar tenía mil historias contadas, otras para contar y muchas otras susurradas o clamadas a todo pulmón en cualquier tarde de sábado como ese 26 de julio.

Finalmente tomamos un bus cualquiera, inevitablemente venía lleno y tuvimos que sortear, mis dos acompañantes y yo, entre los cuerpos apretados de los pasajeros bogotanos, algunos malgeniados, otros simplemente resignados. Una vez conseguí un puesto y el bus tomaba rumbo en medio del traqueteo de la caja de cambios, me quedé mirando la tienda de la esquina, que lejos estaba de ser una simple tienda y curiosamente, tampoco estaba en una esquina.


 

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