jueves, 20 de marzo de 2014

Mundo tomado

“Toma este libro como un boleto sin regreso al país de la lectura.”

En un ambiente familiar, completamente particular y único; en muchos sentidos diferente del de cualquier otro hogar libros que se pueda encontrar, Ana María se sienta un rato a hablar de su historia y de la historia de la librería que carga algo de su esencia particular.

Dicen que la casa de alguien muchas veces refleja la personalidad de la persona y cuando esa casa más allá de ser donde se habita físicamente sino donde habitan las pasiones y el alma, en este caso de una lectora completamente entregada esas características son apreciables en cada rincón. Es como si el lugar y la persona fueran cuidadosamente diseñados para que nada desentone. Y en realidad así fue como Ana María construyó su librería. Su casa tomada.

Con miles de anécdotas de infancia entre los labios y burbujeando en su mente, las maquinarias en su cabeza seleccionan cuidadosamente las más trascendentales. A sabiendas de que aunque así se quiera, no se dispone de todo el tiempo del mundo, su historia fluye, pasando por las infantiles; donde el periódico de los domingos era el causante de un sinfín de alegrías, donde la voz de la madre que entonaba maravillosas historias, era el más dulce canto y la mejor de las músicas.
 Habla sobre sus primeros libros sobre ese súbito despertar a la, muchas veces, cruel y fría realidad del mundo, donde ya no todos los problemas se solucionan con magia o con nada más que una buena actitud. Y luego viene esa etapa que cualquier lector atesora y nunca olvida, ese descubrimiento de una primera afición tan fuerte que la siempre presente necesidad de obtener más es un constante y saber que pasa después se vuelve casi tan necesario y primordial como respirar. Puede parecer exagerado, pero cualquiera que lo haya experimentado lo entiende. No hay nada como introducirse en otros mundos, mundos tomados que al final terminan siendo tan propios como la misma realidad.

Casa tomada, al igual que los mundos presentados en los miles de libros que decoran las paredes, escaleras y estanterías en este particular lugar, es un mundo prestado. Parece otro universo y el tiempo se detiene dentro de sus muros. Tiene esa capacidad de hacerte sentir en tu casa, aunque sepas que es alguien más que la posee. Es una casa tomada, en todos sus aspectos.


Es donde residen historias, no solo escritas en papel sino las vistas a lo largo de sus ocho años de historia. Todas las historias que la vieron empezar. Todas las historias de quienes la visitan. La historia de sus libros y la misma historia de donde toma nombre “Casa Tomada” De Julio Cortázar. Una casa antigua, grande y espaciosa. Una casa que nunca se sabe quién se la toma. Una casa tomada, por fantasmas… por lectores, por los libros, por sus personajes, por sus autores. Un mundo diferente, una casa tomada, una casa prestada. 

Historias para contar: Del lugar de donde vienen los relatos.

contar una historia en general es un acto comunitario. A lo largo de la historia humana, la gente se reunía al rededor, ya sea del fuego o en una tarberna, a cotar historias. Una persona le interrumpiría, luego otro, tal vez alguien podría repetir una historia que ya escucharon, pero con un giro diferente. Es un proceso colectivo.- Joseph Gordon-Levitt

Para todo el que alguna vez haya tomado un periódico en sus manos y más allá de leer los titulares y los artículos se abstrajera preguntándose, ¿qué es lo que hay detrás de esas hojas de papel que circulan a diario en la ciudad? Es claro que todo el oficio no puede realizarlo una sola persona. Eso sería un pensamiento ridículo. Una crónica es un trabajo que requiere investigación, redacción y una chispa que lleve al lector a interesar a veces el tiempo no alcanza para escribirla y hasta una de las más simples como esta que ahora escribo puede tardar una hora en surgir. Eso sin habla de edición de corrección y de que estas publicaciones por lo general tienen más de 20 artículos y crónicas entre sus columnas y cuadernillos. 

Un viaje normal por la calle 26, ruta obligatoria para llegar al aeropuerto internacional El Dorado, incluye la visión de edificios como la Gobernación de Cundinamarca, el centro comercial Gran Estación, las oficinas de Avianca, la cámara de comercio. Algunos hoteles como el Marriot, el Sheraton y el Capital. Eso por un lado, por el otro la calle 26 es el hogar del Centro Administrativo Nacional (CAN) y de las enormes instalaciones del periódico EL TIEMPO. 

No creo que alguien pueda imaginar con exactitud lo que ocurre tras esos extraños muros de color entre el vino tinto y el marrón. Seguro, es claro que en algún lugar deben imprimir los miles de ejemplares que circulan por todo el país. También lo es que todos los equipos periodísticos deben tener un lugar para trabajar. Pero pocos saben, por ejemplo, que estos periodistas no trabajan en exclusiva para el periódico EL TIEMPO. Trabajan para el grupo editorial del mismo nombre. Pocos saben que es un trabajo de 24 horas que funciona por turnos, comparable al oficio de un vigilante, vigilan el mundo con ojos atentos, no se detienen. 

Más allá de toda la historia y a sabiendas de que se está entrando en el recinto de uno de los medios de información más tradicionales y el más importante del país, es lo que sucede cuando se entra a la sala de redacción lo que impresiona y hace que la mente choque. 

Escritorios alineados, papeles corriendo por todo el lugar, trabajadores repartiendo café, jugando, conversando animadamente. Los reporteros de un momento a otro se pueden levantar de sus escritorios con la prisa impresa en el rostro, llaman a gritos a un camarógrafo o con solo una libreta en mano y un aparato de grabación de audio pasan corriendo, como ventarrones sin mayor reparo, en busca de una noticia para luego redactar, editar e imprimir. 

Es un lugar donde se entra y el tiempo mismo se detiene. No se logra dintinguir si es de día o de noche y las horas parecen no correr a veces, aunque en otras ocasiones vuelan. Como si ellas mismas fueran reporteras en busca de alguna noticia, de alguna historia para contar. 

Del cuento universitario

“(…) al ingresar a los estudios superiores, los alumnos, se ven enfrentados a nuevas culturas escritas”. Waterman Roberts, 1998.


El texto de Paula Carlino, básicamente, presenta quien lo lee, la idea de un profesor de utopía. A pesar de ser un texto tan simple de leer y tan corto el algún punto llega a conectar con quien lo lee y lleva a pensar, “¡Por fin! Alguien que entiende” o al menos ha sido mi caso.

Tampoco es su intención el plantear a las instituciones de educación superior como el gran monstruo del cuento, la “gran inteligencia” detrás de las acciones del villano, que muchas veces constituye el profesor para el alumno, sobre todo el “primíparo”. Pero si llega a causar esa sensación de que el modelo de profesor inclusivo, que por sus palabras es ella, vendría a actuar como el héroe del cuento. El gran salvador que se pone frente a sus alumnos y los cuida ante el gran golpe de los textos académicos de la educación superior. El primer pensamiento de cualquiera, que ya en una ocasión anterior se haya enfrentado frente a la gran trampa de un paquete de fotocopias con contenidos científicos y abundancia de citas que a la hora de leer, simplemente pretendemos entender y rezamos para que el profesor no pregunte, viene a ser “¿Por qué no hay más profesores que piensen de esta manera?” y “Tal vez nosotros deberíamos imponerles un plan de lectura, o más que nosotros, ¿por qué la institución no lo hace?, ¿acaso ninguno fue alumno?”
Aprender a leer, aprender a comprender, aprender a entender. Tal vez hay algunos procesos que se logran solos y con la práctica, pero como todo en la vida, no puede ser ajeno de los golpes y del pánico que causa el equivocarse. Quizás, tan solo sería más sencillo si aquellos profesores que dan la bienvenida, si esos “profesores inclusivos”, héroes de nuestra historia universitaria, fuesen más abundantes que los intimidantes profesores de las largas lecturas científicas y las inferencias de que nuestro pensamiento es similar al de ellos. Encuentro un planteamiento curioso acá. Una pregunta, para expresarlo de mejor manera, ¿hay un culpable? ¿La educación secundaria o la superior? Y la respuesta es, ambas. La secundaria por vivir a base de la memorización y la falta de análisis, por jactarse de preparar adecuadamente a los alumnos para la gran transición a la educación superior. La universidad por establecer ese gigantesco abismo con un foso de cocodrilos y sin un puente por el que cruzar, entre quienes recién ingresan y quienes, ya acostumbrados, logran defenderse frente a los grandes retos, no solo de la lectura de textos impresos, sino ante la lectura de todo tipo de materiales, explicaciones de dos horas sobre un concepto, exposiciones y presentaciones de un tema completamente nuevo o con una estructura de presentación absolutamente novedosa. Así no me parece justo tener de “gran inteligencia” solo a nuestras instituciones de educación superior. También a los colegios y a ambos por no saber trabajar como un equipo para crear puentes, sino vivir quemándolos y abriendo cada vez más el horripilante abismo.


La única conclusión a la que llego, o mejor, lo único que puedo decir para finalizar, es que a menos que algo cambie en la manera de entender la educación superior, por parte de las universidades y algunos profesores y que los colegios entiendan que memorizar es bueno, pero lo que realmente se necesitas es saber aplicar, leer y analizar; lo único a lo que podemos aspirar, nosotros primíparos es a tener la buena fortuna de encontrarnos con lo que llamé “profesor utopía” y a que los textos, no sean tan complejos. 
 

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