Por: Mónica Pradilla
En la calle 39 con carrera séptima, hay una casa
recorrida por el agua. Es una casa invisible. Todos los días a las cinco de la
tarde, inicia el contraflujo en la séptima. A pesar del trancón y el elevado
flujo vehicular, esta casa sigue siendo invisible imposible de ver a menos que
la estés buscando. Muchas veces quienes la habitan son más fáciles de ver,
aunque les ocurre algo similar que con la nariz: Siempre está ahí, pero
decidimos obviarlo. Simplemente es más fácil no verlo y este es el caso de Felipe
Santiago Guevara.
De estatura promedio, vestir abrigado y práctico,
Santiago recorre las calles de Bogotá, todos los días. Observa con la mirada
vacía acostumbrado a su rutina diaria, pocas cosas lo pueden sorprender o
desprender una emoción en su actuar. Su ruta cambia al ritmo de la ruta de
basuras de la ciudad, siempre lo mismo y siempre con el mismo propósito.
Satisfacer su vicio.
El día empieza temprano con una visita a los
hogares de paso establecidos por el distrito, un desayuno sencillo, un baño
diario, lavar la ropa y salir a los patios para el inicio de la jornada.
Trabaja continuamente, su meta es hacerse los $10.000 pesos normales de un día
e incluso más, eso sí tiene un buen día y se encuentra con cobre; lo pagan
bien.
Al verlo sería fácil pensar que tendría la
historia de cualquier personaje que se puede encontrar en las calles de una
ciudad grande. Probó la droga, cayó en el vicio y quedó allí perdido. Y en
cierta manera para todos es la misma historia, de plano…pero hay detalles,
aspectos y trasfondos que las diferencian unas de otras. Pequeños detalles
curiosos que mantienen a un lector o un oyente al pendiente de los diferentes
relatos.
Él boyaco de pura cepa, hijo único, su madre
soltera. Su acompañante constante siempre ha sido la soledad. Aún hoy, no tiene
a quien pueda llamar familia. Y ese fue el comienzo de todo. Esa necesidad
abrumante, enferma de dejar la vida botada y despegarse aunque sea solo por un
momento de las tristezas y las preocupaciones, de simplemente no pensar.
Algunos encuentran esa salida en libros o en música y otros lo encuentran en el
trago o en las drogas. Así en 1985 a la edad de 35 años, es la primera vez que
Santiago visita la capital de Colombia, la primera vez que duerme en la calle y
también la primera vez que mete bazuco.
Increíble pero cierto, aunque el bazuco se
convirtió en su vicio y fiel compañero y apoyo, no se perdió. No como muchos.
Su vida cambión de enfoque y empezó a trabajar, consiguió una casa, pero su
propósito no era conseguir para la comida o para pagar servicios, todo empezó a
girar en torno a su dosis diaria. Perdió su casa y no le quedó más opción que
regresar a su pueblo, esto fue en 1991. “Eso en el pueblo como no hay de eso,
pues no consumí nada”, dice Santiago al hablar de su abstinencia, casi 20 años
sin meter. Después de tanto tiempo, ¿por qué volver a meter? Por antojo tal
vez, y como en la primera ocasión el enganche es de una. Es así como en 2010,
con ocasión de unos exámenes médicos, Santiago regresa a Bogotá y con la idea
de solo una probadita y regresar a su pueblo. El problema es que “una
probadita” nunca es solo eso. Siempre es más, mucho más.
Su propósito cuatro años después sigue siendo el
mismo, hacer el diario para su dosis y aunque tenga para pagar un hotel o para
devolverse a su pueblo, no le interesa. No conoce ya algo diferente, solo ese
mundo. Su mundo. Y no quiere conocer otro.
Habla de su vida con una expresión pasiva, sin
mayor muestra de emoción, sin que la gravedad de los temas lo afecte. Intenta
siempre sonreír palabra tras palabra, recuerdo tras recuerdo. Cuando las
experiencias felices son tan escasas al punto que cuando le preguntan divaga
por minutos hasta dar con algo, mientras que los tragos amargos abundan todos
los días entre el desprecio de los ciudadanos a su modo de vivir, el clima
helado con el que cada noche tiene que lidiar y las inclementes lluvias, no
tiene nada de malo sonreír al contar una historia. No para él.
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