miércoles, 12 de noviembre de 2014
jueves, 31 de julio de 2014
La tiendita de la esquina
No tengo tiendas de la esquina donde vivo, alguna papelería o panadería astuta les ha quitado el lugar; pero tal es el sonido pegajoso de decir "la tienda de la esquina", que aunque estén en la mitad de una larga cuadra, escondidas y apretujadas entre dos enormes casas familiares, siguen siendo las tiendas de la esquina.
Hay dos, de esas en las que se encuentra desde el pan tajado, que uno corre a comprar a primer hora un sábado cuando el Carulla (que no está en una esquina) parece encontrarse a miles de kilómetros de distancia en una travesía cruzando la calle 53, un paquete de cheetos y cerveza para las tardes de partido de fútbol.
También son los lugares favoritos de los hombres de la cuadra, quienes desplazados por el capricho de sus mujeres e hijas recurren a la tiendita de la esquina y la convierten en su templo sagrado de los deportes todos los fines de semana.
Para mi están ahí, en rara ocasión he entrado, marcan la cercanía a la casa. Tras una larga caminata, que acostumbro, desde la estación de Gobernación sobre la calle 26 hasta las 44C, la tiendita de la esquina con su cartel de pony malta que muy orgulloso clama tener empanadas y "Pony" por mil pesos, significan el final de camino.
Viene a mi mente el pasado día sábado 26 de julio, a menos de dos días de regresar a la universidad a continuar estudiando, pasar jornadas a veces hasta de 12 horas, (dependiendo del buen chance que se haya tenido a la hora de inscribir el horario) en la universidad, entre el ruido de la carrera séptima y el susurrar de uno de los templos del saber más grandes y antiguos de Colombia.
Muy a las ocho de la noche, ese sábado en compañía de mi madre y de una prima, que apenas llevaba una semana en Bogotá, tras pasar otra más en Bucaramanga y antes de eso una larga temporada en el extrangero, salimos a la carrera 50 con la intención de tomar un taxi hasta la Gran Estación. Nos ubicamos en la esquina, la misma en donde debería haber estado la tiendita. Justo junto a nosotras, la tienda en toda su actividad de un sábado en la noche, estaba taqueada al punto que quienes allí acudían apelaron a la ley del autoservicio, ingresaron al local y apenas unos instantes después salieron con una gaseosa o una cerveza, vociferando al tendero que lo anotara a su cuenta. Se destacaban los grupos de amigos en el plan barato de tomar una pola, no muy lejos de casa y de pasar un buen rato conversando libres del pesado ambiente que supondría la misma actividad realizada en un bar.
También había música, por supuesto. Amena pero no tranquila y acorde con el ánimo, aunque a mis acompañantes, poco afines a los espectáculos de ese tipo no les hizo mucha gracia, probablemente por la falta de costumbre de una al haber estado tanto tiempo fuera del país, donde las únicas tiendas de la esquina son las elegantes panaderías francesas y a la otra por su cotidianidad entre oficinas, juntas y conversaciones con partners corporativos. Mientras la hora pico transcurría y ni un solo taxi paraba, también porque había olvidado sacar los lentes y no conseguía ver mucho más allá de mi propia nariz, esperé mientras miraba un tanto embelesada, la actividad del local junto a mi.
Varios de los clientes habían resuelto sacar las sillas del establecimiento para sentarse a echar lavadero y contar los chismes de la semana, mientras sus miradas se perdían en las fachadas uniformes de los edificios de Rafael Núñez.
En mis cinco minutos de observación, que bien podrían haber sido muchos más en mi percepción, me di cuenta de las omisiones que había hecho sobre el significado de fondo que podía tener el establecimiento junto a mi. Muchas veces había encontrado el entramado local vacío y poco provechoso. Pero estaba muy lejos de ser solo un marcador en el camino.
Para su propietario, fuera Don Julio o Don Pacho, o incluso una Doña de las orgullosas del barrio, un negocio para su sustento y para quienes lo frecuentaban u ocasionalmente acudían allí, un lugar de encuentro y de esparcimiento.
Para quien iba presuroso a buscar el pan tajado para el desayuno del sábado, la salvación y proveedor del perfecto acompañante de una taza de chocolate caliente.
Y el pasado mes, desde el 12 de junio, durante la copa del mundo probablemente habría sido el lugar más concurrido de todo el barrio, testigo de las lágrimas de alegría y de tristeza de muchos colombianos; de los madrazos, los manotazos y las tironeadas de cabellos inspiradas por la frustración; también testigo paciente y entero del incesante pitido de las vuvuzelas.
Ese lugar tenía mil historias contadas, otras para contar y muchas otras susurradas o clamadas a todo pulmón en cualquier tarde de sábado como ese 26 de julio.
Finalmente tomamos un bus cualquiera, inevitablemente venía lleno y tuvimos que sortear, mis dos acompañantes y yo, entre los cuerpos apretados de los pasajeros bogotanos, algunos malgeniados, otros simplemente resignados. Una vez conseguí un puesto y el bus tomaba rumbo en medio del traqueteo de la caja de cambios, me quedé mirando la tienda de la esquina, que lejos estaba de ser una simple tienda y curiosamente, tampoco estaba en una esquina.
Hay dos, de esas en las que se encuentra desde el pan tajado, que uno corre a comprar a primer hora un sábado cuando el Carulla (que no está en una esquina) parece encontrarse a miles de kilómetros de distancia en una travesía cruzando la calle 53, un paquete de cheetos y cerveza para las tardes de partido de fútbol.
También son los lugares favoritos de los hombres de la cuadra, quienes desplazados por el capricho de sus mujeres e hijas recurren a la tiendita de la esquina y la convierten en su templo sagrado de los deportes todos los fines de semana.
Para mi están ahí, en rara ocasión he entrado, marcan la cercanía a la casa. Tras una larga caminata, que acostumbro, desde la estación de Gobernación sobre la calle 26 hasta las 44C, la tiendita de la esquina con su cartel de pony malta que muy orgulloso clama tener empanadas y "Pony" por mil pesos, significan el final de camino.
Viene a mi mente el pasado día sábado 26 de julio, a menos de dos días de regresar a la universidad a continuar estudiando, pasar jornadas a veces hasta de 12 horas, (dependiendo del buen chance que se haya tenido a la hora de inscribir el horario) en la universidad, entre el ruido de la carrera séptima y el susurrar de uno de los templos del saber más grandes y antiguos de Colombia.
Muy a las ocho de la noche, ese sábado en compañía de mi madre y de una prima, que apenas llevaba una semana en Bogotá, tras pasar otra más en Bucaramanga y antes de eso una larga temporada en el extrangero, salimos a la carrera 50 con la intención de tomar un taxi hasta la Gran Estación. Nos ubicamos en la esquina, la misma en donde debería haber estado la tiendita. Justo junto a nosotras, la tienda en toda su actividad de un sábado en la noche, estaba taqueada al punto que quienes allí acudían apelaron a la ley del autoservicio, ingresaron al local y apenas unos instantes después salieron con una gaseosa o una cerveza, vociferando al tendero que lo anotara a su cuenta. Se destacaban los grupos de amigos en el plan barato de tomar una pola, no muy lejos de casa y de pasar un buen rato conversando libres del pesado ambiente que supondría la misma actividad realizada en un bar.
También había música, por supuesto. Amena pero no tranquila y acorde con el ánimo, aunque a mis acompañantes, poco afines a los espectáculos de ese tipo no les hizo mucha gracia, probablemente por la falta de costumbre de una al haber estado tanto tiempo fuera del país, donde las únicas tiendas de la esquina son las elegantes panaderías francesas y a la otra por su cotidianidad entre oficinas, juntas y conversaciones con partners corporativos. Mientras la hora pico transcurría y ni un solo taxi paraba, también porque había olvidado sacar los lentes y no conseguía ver mucho más allá de mi propia nariz, esperé mientras miraba un tanto embelesada, la actividad del local junto a mi.
Varios de los clientes habían resuelto sacar las sillas del establecimiento para sentarse a echar lavadero y contar los chismes de la semana, mientras sus miradas se perdían en las fachadas uniformes de los edificios de Rafael Núñez.
En mis cinco minutos de observación, que bien podrían haber sido muchos más en mi percepción, me di cuenta de las omisiones que había hecho sobre el significado de fondo que podía tener el establecimiento junto a mi. Muchas veces había encontrado el entramado local vacío y poco provechoso. Pero estaba muy lejos de ser solo un marcador en el camino.
Para su propietario, fuera Don Julio o Don Pacho, o incluso una Doña de las orgullosas del barrio, un negocio para su sustento y para quienes lo frecuentaban u ocasionalmente acudían allí, un lugar de encuentro y de esparcimiento.
Para quien iba presuroso a buscar el pan tajado para el desayuno del sábado, la salvación y proveedor del perfecto acompañante de una taza de chocolate caliente.
Y el pasado mes, desde el 12 de junio, durante la copa del mundo probablemente habría sido el lugar más concurrido de todo el barrio, testigo de las lágrimas de alegría y de tristeza de muchos colombianos; de los madrazos, los manotazos y las tironeadas de cabellos inspiradas por la frustración; también testigo paciente y entero del incesante pitido de las vuvuzelas.
Ese lugar tenía mil historias contadas, otras para contar y muchas otras susurradas o clamadas a todo pulmón en cualquier tarde de sábado como ese 26 de julio.
Finalmente tomamos un bus cualquiera, inevitablemente venía lleno y tuvimos que sortear, mis dos acompañantes y yo, entre los cuerpos apretados de los pasajeros bogotanos, algunos malgeniados, otros simplemente resignados. Una vez conseguí un puesto y el bus tomaba rumbo en medio del traqueteo de la caja de cambios, me quedé mirando la tienda de la esquina, que lejos estaba de ser una simple tienda y curiosamente, tampoco estaba en una esquina.
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jueves, 20 de marzo de 2014
Mundo tomado
“Toma
este libro como un boleto sin regreso al país de la lectura.”
En un
ambiente familiar, completamente particular y único; en muchos sentidos
diferente del de cualquier otro hogar libros que se pueda encontrar, Ana María
se sienta un rato a hablar de su historia y de la historia de la librería que
carga algo de su esencia particular.
Dicen
que la casa de alguien muchas veces refleja la personalidad de la persona y
cuando esa casa más allá de ser donde se habita físicamente sino donde habitan
las pasiones y el alma, en este caso de una lectora completamente entregada
esas características son apreciables en cada rincón. Es como si el lugar y la
persona fueran cuidadosamente diseñados para que nada desentone. Y en realidad
así fue como Ana María construyó su librería. Su casa tomada.
Con
miles de anécdotas de infancia entre los labios y burbujeando en su mente, las
maquinarias en su cabeza seleccionan cuidadosamente las más trascendentales. A
sabiendas de que aunque así se quiera, no se dispone de todo el tiempo del
mundo, su historia fluye, pasando por las infantiles; donde el periódico de los
domingos era el causante de un sinfín de alegrías, donde la voz de la madre que
entonaba maravillosas historias, era el más dulce canto y la mejor de las
músicas.
Habla sobre sus primeros libros sobre ese
súbito despertar a la, muchas veces, cruel y fría realidad del mundo, donde ya
no todos los problemas se solucionan con magia o con nada más que una buena
actitud. Y luego viene esa etapa que cualquier lector atesora y nunca olvida,
ese descubrimiento de una primera afición tan fuerte que la siempre presente
necesidad de obtener más es un constante y saber que pasa después se vuelve
casi tan necesario y primordial como respirar. Puede parecer exagerado, pero
cualquiera que lo haya experimentado lo entiende. No hay nada como introducirse
en otros mundos, mundos tomados que al final terminan siendo tan propios como
la misma realidad.
Casa
tomada, al igual que los mundos presentados en los miles de libros que decoran
las paredes, escaleras y estanterías en este particular lugar, es un mundo
prestado. Parece otro universo y el tiempo se detiene dentro de sus muros.
Tiene esa capacidad de hacerte sentir en tu casa, aunque sepas que es alguien
más que la posee. Es una casa tomada, en todos sus aspectos.
Es
donde residen historias, no solo escritas en papel sino las vistas a lo largo
de sus ocho años de historia. Todas las historias que la vieron empezar. Todas
las historias de quienes la visitan. La historia de sus libros y la misma
historia de donde toma nombre “Casa Tomada” De Julio Cortázar. Una casa antigua,
grande y espaciosa. Una casa que nunca se sabe quién se la toma. Una casa
tomada, por fantasmas… por lectores, por los libros, por sus personajes, por
sus autores. Un mundo diferente, una casa tomada, una casa prestada.
Historias para contar: Del lugar de donde vienen los relatos.
contar una historia en general es un acto comunitario. A lo largo de la historia humana, la gente se reunía al rededor, ya sea del fuego o en una tarberna, a cotar historias. Una persona le interrumpiría, luego otro, tal vez alguien podría repetir una historia que ya escucharon, pero con un giro diferente. Es un proceso colectivo.- Joseph Gordon-Levitt
Para todo el que alguna vez haya tomado un periódico en sus manos y más allá de leer los titulares y los artículos se abstrajera preguntándose, ¿qué es lo que hay detrás de esas hojas de papel que circulan a diario en la ciudad? Es claro que todo el oficio no puede realizarlo una sola persona. Eso sería un pensamiento ridículo. Una crónica es un trabajo que requiere investigación, redacción y una chispa que lleve al lector a interesar a veces el tiempo no alcanza para escribirla y hasta una de las más simples como esta que ahora escribo puede tardar una hora en surgir. Eso sin habla de edición de corrección y de que estas publicaciones por lo general tienen más de 20 artículos y crónicas entre sus columnas y cuadernillos.
Un viaje normal por la calle 26, ruta obligatoria para llegar al aeropuerto internacional El Dorado, incluye la visión de edificios como la Gobernación de Cundinamarca, el centro comercial Gran Estación, las oficinas de Avianca, la cámara de comercio. Algunos hoteles como el Marriot, el Sheraton y el Capital. Eso por un lado, por el otro la calle 26 es el hogar del Centro Administrativo Nacional (CAN) y de las enormes instalaciones del periódico EL TIEMPO.
No creo que alguien pueda imaginar con exactitud lo que ocurre tras esos extraños muros de color entre el vino tinto y el marrón. Seguro, es claro que en algún lugar deben imprimir los miles de ejemplares que circulan por todo el país. También lo es que todos los equipos periodísticos deben tener un lugar para trabajar. Pero pocos saben, por ejemplo, que estos periodistas no trabajan en exclusiva para el periódico EL TIEMPO. Trabajan para el grupo editorial del mismo nombre. Pocos saben que es un trabajo de 24 horas que funciona por turnos, comparable al oficio de un vigilante, vigilan el mundo con ojos atentos, no se detienen.
Más allá de toda la historia y a sabiendas de que se está entrando en el recinto de uno de los medios de información más tradicionales y el más importante del país, es lo que sucede cuando se entra a la sala de redacción lo que impresiona y hace que la mente choque.
Escritorios alineados, papeles corriendo por todo el lugar, trabajadores repartiendo café, jugando, conversando animadamente. Los reporteros de un momento a otro se pueden levantar de sus escritorios con la prisa impresa en el rostro, llaman a gritos a un camarógrafo o con solo una libreta en mano y un aparato de grabación de audio pasan corriendo, como ventarrones sin mayor reparo, en busca de una noticia para luego redactar, editar e imprimir.
Es un lugar donde se entra y el tiempo mismo se detiene. No se logra dintinguir si es de día o de noche y las horas parecen no correr a veces, aunque en otras ocasiones vuelan. Como si ellas mismas fueran reporteras en busca de alguna noticia, de alguna historia para contar.
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Del cuento universitario
“(…) al
ingresar a los estudios superiores, los alumnos, se ven enfrentados a nuevas
culturas escritas”. Waterman Roberts, 1998.
El
texto de Paula Carlino, básicamente, presenta quien lo lee, la idea de un
profesor de utopía. A pesar de ser un texto tan simple de leer y tan corto el
algún punto llega a conectar con quien lo lee y lleva a pensar, “¡Por fin!
Alguien que entiende” o al menos ha sido mi caso.
Tampoco
es su intención el plantear a las instituciones de educación superior como el
gran monstruo del cuento, la “gran inteligencia” detrás de las acciones del
villano, que muchas veces constituye el profesor para el alumno, sobre todo el
“primíparo”. Pero si llega a causar esa sensación de que el modelo de profesor
inclusivo, que por sus palabras es ella, vendría a actuar como el héroe del
cuento. El gran salvador que se pone frente a sus alumnos y los cuida ante el
gran golpe de los textos académicos de la educación superior. El primer
pensamiento de cualquiera, que ya en una ocasión anterior se haya enfrentado
frente a la gran trampa de un paquete de fotocopias con contenidos científicos
y abundancia de citas que a la hora de leer, simplemente pretendemos entender y
rezamos para que el profesor no pregunte, viene a ser “¿Por qué no hay más
profesores que piensen de esta manera?” y “Tal vez nosotros deberíamos
imponerles un plan de lectura, o más que nosotros, ¿por qué la institución no
lo hace?, ¿acaso ninguno fue alumno?”
Aprender
a leer, aprender a comprender, aprender a entender. Tal vez hay algunos
procesos que se logran solos y con la práctica, pero como todo en la vida, no
puede ser ajeno de los golpes y del pánico que causa el equivocarse. Quizás,
tan solo sería más sencillo si aquellos profesores que dan la bienvenida, si
esos “profesores inclusivos”, héroes de nuestra historia universitaria, fuesen
más abundantes que los intimidantes profesores de las largas lecturas
científicas y las inferencias de que nuestro pensamiento es similar al de
ellos. Encuentro un planteamiento curioso acá. Una pregunta, para expresarlo de
mejor manera, ¿hay un culpable? ¿La educación secundaria o la superior? Y la respuesta
es, ambas. La secundaria por vivir a base de la memorización y la falta de
análisis, por jactarse de preparar adecuadamente a los alumnos para la gran
transición a la educación superior. La universidad por establecer ese
gigantesco abismo con un foso de cocodrilos y sin un puente por el que cruzar,
entre quienes recién ingresan y quienes, ya acostumbrados, logran defenderse
frente a los grandes retos, no solo de la lectura de textos impresos, sino ante
la lectura de todo tipo de materiales, explicaciones de dos horas sobre un
concepto, exposiciones y presentaciones de un tema completamente nuevo o con
una estructura de presentación absolutamente novedosa. Así no me parece justo
tener de “gran inteligencia” solo a nuestras instituciones de educación superior.
También a los colegios y a ambos por no saber trabajar como un equipo para
crear puentes, sino vivir quemándolos y abriendo cada vez más el horripilante
abismo.
La
única conclusión a la que llego, o mejor, lo único que puedo decir para finalizar,
es que a menos que algo cambie en la manera de entender la educación superior,
por parte de las universidades y algunos profesores y que los colegios entiendan
que memorizar es bueno, pero lo que realmente se necesitas es saber aplicar,
leer y analizar; lo único a lo que podemos aspirar, nosotros primíparos es a
tener la buena fortuna de encontrarnos con lo que llamé “profesor utopía” y a
que los textos, no sean tan complejos.
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miércoles, 26 de febrero de 2014
Sobre este blog
Soy estudiante de Comunicación Social en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Como tal, mi diarios va entre lecturas acdémicas y lterarias, entrevistas, reportajes, crónicas, estudio de lenguajes y miles de teorías de la comunicación establecida como una ciencia.
Entre mis más grandes pasiones, siempre ha estado la escritura. Como forma de liberarse, de expresar senimientos retenidos de alguna manera, como diversión y esparcimiento. Si no me gusta mi mundo lo cambio y creo uno propio a mi medida. Esto, en muhos sentidos ha venido inspirado por la lectura, que en otras palabras es como mi obsesión y adicción.
Entre mis más grandes pasiones, siempre ha estado la escritura. Como forma de liberarse, de expresar senimientos retenidos de alguna manera, como diversión y esparcimiento. Si no me gusta mi mundo lo cambio y creo uno propio a mi medida. Esto, en muhos sentidos ha venido inspirado por la lectura, que en otras palabras es como mi obsesión y adicción.
Pero eso solo son datos e historia es de saber un poco como de dónde vengo, a veces los transfondos y gustos de una persona explican mucho sobre su obra y su rutina.
La verdadera razón por la que cualquiera crea un blog, tiene mucho más que ver con compartir. Y en esta denominada "era digital" compartir es el pan de cada día. Pero, compartir qué? Hechos, experiencias escritos intereses o simplemente poner a disposición de quien guste y quien por casualidad se tope con este blog, algunas de mis experiencias y mis trabajos fruto de momentos de inspiración en alguna sala de la universidad, o nacidos de algún sentimiento encontrado que necesitaba explotar.
Este blog no tiene una temática específica, no es definido y no tiene límites, escribo lo que se me ocurre, lo que se me cruza, lo que me parece interesante o capta mi ojo en un recorrido diario, en un súbito encuentro.
Este blog es como yo, con una personalidad bastante particular, diferente, libre. Al menos es así como me gusta considerarlo. Al menos es así como me describiré.
Bienvenidos a mi mundo.
Mónica.
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martes, 25 de febrero de 2014
Probadita de mundos
Por: Mónica Pradilla
En la calle 39 con carrera séptima, hay una casa
recorrida por el agua. Es una casa invisible. Todos los días a las cinco de la
tarde, inicia el contraflujo en la séptima. A pesar del trancón y el elevado
flujo vehicular, esta casa sigue siendo invisible imposible de ver a menos que
la estés buscando. Muchas veces quienes la habitan son más fáciles de ver,
aunque les ocurre algo similar que con la nariz: Siempre está ahí, pero
decidimos obviarlo. Simplemente es más fácil no verlo y este es el caso de Felipe
Santiago Guevara.
De estatura promedio, vestir abrigado y práctico,
Santiago recorre las calles de Bogotá, todos los días. Observa con la mirada
vacía acostumbrado a su rutina diaria, pocas cosas lo pueden sorprender o
desprender una emoción en su actuar. Su ruta cambia al ritmo de la ruta de
basuras de la ciudad, siempre lo mismo y siempre con el mismo propósito.
Satisfacer su vicio.
El día empieza temprano con una visita a los
hogares de paso establecidos por el distrito, un desayuno sencillo, un baño
diario, lavar la ropa y salir a los patios para el inicio de la jornada.
Trabaja continuamente, su meta es hacerse los $10.000 pesos normales de un día
e incluso más, eso sí tiene un buen día y se encuentra con cobre; lo pagan
bien.
Al verlo sería fácil pensar que tendría la
historia de cualquier personaje que se puede encontrar en las calles de una
ciudad grande. Probó la droga, cayó en el vicio y quedó allí perdido. Y en
cierta manera para todos es la misma historia, de plano…pero hay detalles,
aspectos y trasfondos que las diferencian unas de otras. Pequeños detalles
curiosos que mantienen a un lector o un oyente al pendiente de los diferentes
relatos.
Él boyaco de pura cepa, hijo único, su madre
soltera. Su acompañante constante siempre ha sido la soledad. Aún hoy, no tiene
a quien pueda llamar familia. Y ese fue el comienzo de todo. Esa necesidad
abrumante, enferma de dejar la vida botada y despegarse aunque sea solo por un
momento de las tristezas y las preocupaciones, de simplemente no pensar.
Algunos encuentran esa salida en libros o en música y otros lo encuentran en el
trago o en las drogas. Así en 1985 a la edad de 35 años, es la primera vez que
Santiago visita la capital de Colombia, la primera vez que duerme en la calle y
también la primera vez que mete bazuco.
Increíble pero cierto, aunque el bazuco se
convirtió en su vicio y fiel compañero y apoyo, no se perdió. No como muchos.
Su vida cambión de enfoque y empezó a trabajar, consiguió una casa, pero su
propósito no era conseguir para la comida o para pagar servicios, todo empezó a
girar en torno a su dosis diaria. Perdió su casa y no le quedó más opción que
regresar a su pueblo, esto fue en 1991. “Eso en el pueblo como no hay de eso,
pues no consumí nada”, dice Santiago al hablar de su abstinencia, casi 20 años
sin meter. Después de tanto tiempo, ¿por qué volver a meter? Por antojo tal
vez, y como en la primera ocasión el enganche es de una. Es así como en 2010,
con ocasión de unos exámenes médicos, Santiago regresa a Bogotá y con la idea
de solo una probadita y regresar a su pueblo. El problema es que “una
probadita” nunca es solo eso. Siempre es más, mucho más.
Su propósito cuatro años después sigue siendo el
mismo, hacer el diario para su dosis y aunque tenga para pagar un hotel o para
devolverse a su pueblo, no le interesa. No conoce ya algo diferente, solo ese
mundo. Su mundo. Y no quiere conocer otro.
Habla de su vida con una expresión pasiva, sin
mayor muestra de emoción, sin que la gravedad de los temas lo afecte. Intenta
siempre sonreír palabra tras palabra, recuerdo tras recuerdo. Cuando las
experiencias felices son tan escasas al punto que cuando le preguntan divaga
por minutos hasta dar con algo, mientras que los tragos amargos abundan todos
los días entre el desprecio de los ciudadanos a su modo de vivir, el clima
helado con el que cada noche tiene que lidiar y las inclementes lluvias, no
tiene nada de malo sonreír al contar una historia. No para él.
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